Cuento: Un vínculo que trasciende fronteras - La desconexión de Sofía (3er Capítulo)
Después de un tiempo, Mateo dejó de oír la voz de Sofía desde la última llamada. El teléfono, ahora reposando en su regazo, parecía más pesado con cada minuto que pasaba; no había mensajes, notificaciones, ni señales. El cuaderno de sueños, que antes llevaba siempre consigo, se cerró solo, como si la promesa de Sofía se hubiera guardado dentro de esas páginas y se hubiera dormido para siempre.
En Buenos Aires, la ciudad seguía con su locura, sirenas, noticias preocupantes, sesiones canceladas en el Congreso, piquetes, etc. Mientras Mateo intentaba oficios temporales: cargar cajas, lavar veredas, entregar paquetes. Pero los pagos eran mínimos y encima colaboraba en la casa. Aún el Padre estaba pagando el préstamos que había solicitado al Banco para el viaje que hicieron a Madrid. Todos los ciudadanos estaban en la misma situación económica, asi que esos pequeños trabajos tenían mucha competencia, y Mateo debía bajar su precio para no perder clientes.
Mientras tanto el teléfono seguía sin sonar con noticias de Sofía, los padres de Mateo, día tras día, se turnaban para buscar respuestas. Llamadas a emisoras de noticias, consultas en consulados, publicaciones en foros de padres que buscan a jóvenes desaparecidos sin resolver. Intentaron contactar a familiares de Sofía que, vivían en Buenos Aires, pero tampoco tenían noticias de Sofia y su familia. El número de pistas se se agotaban y nada los llevaba a su paradero.
Dos años después, la ciudad siguió girando, pero para Mateo, el tiempo pareció haber quedado detenido en el umbral de una pregunta sin respuesta: ¿qué pasó con Sofía?
Mateo había llegado al tercer año de la secundaria y, a punto de cumplir 16, la vida en Buenos Aires le exigía más de lo que el niño de hace unos años hubiera imaginado. Cada día empezaba con la misma promesa: estudiar, estudiar y estudiar, para abrir una puerta, una oprtunidad de poder viajar y buscar a Sofía personalmente. Pero la desaparición de Sofía pesaba como un muro invisible: ninguna llamada, ningún mensaje, ningún rastro que indicara su ubicación. A veces, al caer la tarde, Mateo miraba el reloj y se preguntaba si el tiempo había decidido ponerse de acuerdo con la distancia para borrarla.
La economía de la familia seguía pegada a la tasa de la realidad: el dólar subía, las cuentas subían, y las oportunidades para viajar o para buscar a Sofía se quedaban fuera de alcance. Mateo seguía hacíendo pequeños oficios en el barrio: sumó a sus tareas el ayudar a cargar mercaderías, repartir periódicos, arreglar cosas por encargo. Todo era poco y todo era caro; cada peso ganado parecía un puente frágil entre la esperanza y la posibilidad de cruzar el océano de la distancia.
En casa, sus padres lo miraban con una mezcla de orgullo y preocupación. Había días en que la mesa estaba llena de planes que nunca se podían llevar a cabo: “Si alguien te pregunta cuánto falta para el viaje, di que falta poco, pero que el viaje no se mide en kilómetros, sino en esfuerzo”, decía su padre, tratando de sostenerlo.
Los meses se deshilachaban uno tras otro, y la única constante era la certeza de que Sofía seguía ahí, aunque no se la pudiera ver ni oír. Mateo guardaba en el cuaderno de sueños las promesas escritas en letras diminutas: “Volveremos a cruzarnos en algún punto del mapa”, “Nuestro olivo nos espera”, “La distancia es un capítulo que algún día cerraremos”. Pero cada día que pasaba parecía empujar esas promesas a la sombra, donde nadie las veía, salvo él. Y aun así, la esperanza quedaba encendida, como una vela que se niega a apagarse ante la corriente fría de la realidad.
Continuará...
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