“La disciplina escolar frente a las realidades ocultas de los niños”

Les pedimos atención, silencio, respeto y rendimiento académico, pero pocas veces nos detenemos a pensar qué hay detrás de sus gestos de cansancio, de sus bostezos, de su falta de energía.

A veces olvidamos que muchos estudiantes llegan a la escuela sin haber probado un plato de comida. ¿Cómo podemos exigir concentración a un niño que tiene hambre? ¿Cómo pedir paciencia y buena conducta a quien pasó la noche en un hogar lleno de discusiones, o en una pieza compartida donde apenas pudo dormir?

Juzgamos al que “se porta mal”, sin preguntarnos qué significa realmente ese comportamiento. Tal vez es la manera en que su cuerpo y su corazón intentan decirnos: “Necesito atención, necesito ayuda”.

Reprochamos al que no trae la tarea, sin considerar que en su casa no hay un adulto que lo acompañe y lo ayude. Señalamos al que parece no haberse bañado, sin saber que el agua en su barrio llega solo unas horas al día, o que el jabón es un lujo en su hogar.

La educación es, sin duda, un espacio de exigencia y formación. Pero antes que todo, debería ser un lugar de comprensión. Los docentes somos guías, y guiar implica ver más allá de la superficie: escuchar, observar, y reconocer que detrás de cada niño hay una historia, una realidad que lo condiciona.

Educar no es solo pedir resultados. Educar es mirar al alumno en su totalidad, comprender sus limitaciones y acompañarlo en sus posibilidades. Porque la verdadera disciplina no nace del miedo, sino de sentirse respetado, comprendido y valorado.




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