Hay jóvenes que caminan por la vida como si fueran invisibles. Nadie los llama por su nombre, nadie les pregunta cómo están. Son los que llegan tarde al grupo, los que se sientan al fondo del aula, los que no se animan a hablar, los que parecen estar “de paso”. A veces, detrás de una sonrisa cansada, esconden un grito silencioso: “¿alguien se da cuenta de que estoy acá?”
Como animadores, no siempre tenemos respuestas, pero sí tenemos presencia.
Esa es nuestra primera forma de amor salesiano: estar. Estar sin prisa, sin exigir que cambien rápido, sin pedirles que encajen. Simplemente estar, con la mirada que descubre en cada joven una semilla de bien, incluso en medio del desorden y las heridas.
A veces basta una palabra, un saludo sincero, una invitación al juego, una charla después del grupo. Esas pequeñas cosas que parecen insignificantes pueden ser el primer paso para que un joven vuelva a confiar en los demás… y en sí mismo.
No hay recetas mágicas. Hay caminos compartidos.
Cuando un animador se atreve a mirar más allá de la superficie y se involucra con ternura y firmeza, la vida del otro empieza a transformarse.
Esa es la pedagogía del corazón: una fe que se hace cercanía, una esperanza que se vuelve compromiso.
Ser animador salesiano es encender luces donde otros solo ven sombras.
Y quizás, sin darnos cuenta, esa luz que encendemos en ellos termina iluminándonos también a nosotros.
La educación es cosa del corazón y sólo Dios es el maestro. (Juan Bosco)

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